Por Ollantay Itzamná*
En estos últimos días, nos enteramos de capturas o enjuiciamientos de diferentes pulcros funcionarios públicos de alta jerarquía por fraude fiscal (desvío de fondos públicos) en diferentes países.
Lo que quizás sacudió más, en especial a los sectores hispanófilos, fue la detención de Rodrigo Rato, ex vicepresidente de España, ex jefe del Fondo Monetario Internacional, ex presidente de Bankia, por un multimillonario fraude fiscal. Esto se suma al caso de la organización criminal (“desarticulada”) denominada Red Correa, dirigida y ejecutada por varias decenas de funcionarios y políticos del Partido Popular, que operaba desde los engranajes claves del Estado español. Ni mencionar los casos de corrupción en las que estuvo vinculada nada menos que la familia real española recientemente.
En Guatemala, el Gobierno del ex militar Otto Pérez, no pudo evitar por más tiempo el desenmascaramiento (quizás no la desarticulación) y la detención de integrantes de la Red La Línea, encabezada y conformada nada menos que por las máximas autoridades de la Superintendencia de Administración Tributaria (SAT), incluyendo al Secretario Privado de la actual vice Presidenta de la República, y empresarios privados. Esta banda criminal, al igual que la española Red Correa, operaba desde el interior del propio Estado, desviando fondos fiscales en un país que ocupa el quinto lugar a nivel mundial en desnutrición infantil.
Colombia hizo también noticia porque la Corte Suprema de Justicia de dicho país condenó a varios años de prisión a dos ex ministros del gobierno de Álvaro Uribe (éste y otros de sus ex ministros también están relacionados en procesos judiciales) por actos de corrupción. En Brasil y Bolivia también los actos de corrupción descubiertas remecieron a sus gobiernos progresistas en los últimos días.
En estos y otros países, la opinión pública tiende a satanizar a las y los funcionarios o gobernantes corruptos como si fuesen los únicos corruptos. En algunos casos el repudio social también se extiende al sector empresarial por “no castigar a sus agentes corruptos”.
Casi todos repudiamos a “estos” gobiernos corruptos. Pero, los corroídos no son los gobiernos (son la consecuencia), sino los propios estados débiles o fallidos que hace rato perdieron su monopolio fiscal/administrativo al ser infiltrados por organizaciones criminales, y que para operar estos estados necesitan de funcionarios corruptos.
El problema está en las sociedades que practicamos el divorcio entre la moral pública (idealiza al ladrón ejecutivo) y la moral privada (idealiza a la virgen piadosa). El problema está en nuestra indiferencia con los bienes públicos (que lo asumimos como bienes de nadie).
"La corrupción pública como práctica cultural no es sólo el lubricante que hace funcionar a la maquinaria del sistema neoliberal (para despojar los bienes y servicios públicos), sino es la consecuencia inevitable del sistema-mundo-individualista que nos obliga a competir entre nosotros/as para intentar tener siempre más que los demás, pero casi siempre por la vía más fácil." |
Estos y otros estridentes casos de robos de fondos públicos nos obligan a reflexionar sobre las causas de estas conductas criminales “normalizadas” en la función pública (la corrupción asesina/mata a millones de personas por hambre y enfermedades). Este mal endémico no es problema de un gobierno, ni de los estados únicamente.
Es un mal estructural de las sociedades que a su vez configura el perfil psicológico de la gran mayoría de las y los aspirantes a la función pública. ¿Cuántos de nosotros/as no soñamos con la función pública para resolver o alcanzar nuestras metas económicas?
La corrupción pública, no es un acto aislado, ni en el tiempo, ni en el espacio, sino un proceso conductual afianzado por culturas que practicamos. Sí, las y los corruptos, así como no vienen del cielo, tampoco nacen moralmente deformados. Nosotros/as como sociedad hacemos a los corruptos, y elegimos a los corruptos para que nos gobiernen.
Ellos/as practican los “valores éticos” que como sociedad promovemos y normalizamos. Las y los corruptos van a misa y a cultos religiosos casi todos los fines de semana. Tienen títulos académicos y visten traje y corbata, por lo regular. Los funcionarios/gobernantes más corruptos, generalmente, viven más honrados y venerados por sus pueblos.
La corrupción pública como práctica cultural no es sólo el lubricante que hace funcionar a la maquinaria del sistema neoliberal (para despojar los bienes y servicios públicos), sino es la consecuencia inevitable del sistema-mundo-individualista que nos obliga a competir entre nosotros/as para intentar tener siempre más que los demás, pero casi siempre por la vía más fácil.
Podemos destituir gobiernos corruptos y/o encarcelarlos. Podemos incluso cambiar a la élite política y económica de los países. Pero, eso no sirve de mucho sino transitamos del sistema-mundo-individualista hacia un sistema-mundo-comunitario de la sobriedad. El legendario Pepe Mujica, entre muchas lecciones, nos dice que: “No necesitamos mucho para ser felices”.
Tenemos que reeducarnos para ser felices, no para perseguir el sueño de llegar a ser ricos. Debemos reconstruir el sentido y la primacía del bien común sobre el bienestar/interés individual. Reconciliar la moral pública con la moral privada. El problema está en nosotros/as, no sólo en nuestros gobernantes corruptos.
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*Ollantay Itzamná, indígena quechua. Acompaña a las organizaciones indígenas y sociales en la zona maya. Conoció el castellano a los diez años, cuando conoció la escuela, la carretera, la rueda, etc. Escribe desde hace 10 años no por dinero, sino a cambio de que sus reflexiones que son los aportes de muchos y muchas sin derecho a escribir “Solo nos dejen decir nuestra verdad”.
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