Un gran desafío para los organismos estatales especializados en el abordaje de los conflictos es prevenirlos oportunamente y evitar o reducir los estallidos, así como establecer diálogos y negociaciones efectivas que alcancen soluciones sostenibles cuando sean necesarias.
La experiencia confirma que las intervenciones tardías, sectoriales, fragmentadas y discontinuas no garantizan soluciones adecuadas y duraderas y superar esto requiere una reforma institucional.
El tema se agrava en tiempos de pandemia, caracterizados por una “nueva normalidad”, y donde los problemas no se pueden seguir afrontando con estilos y rutinas de la “vieja normalidad”.
Así lo advierte un artículo de opinión de Iván Mendoza, publicado por Servicios Eductivos Rurales (SER) y que compartimos a continuación:
Por Iván Mendoza V.
SER, 3 de junio, 2020.- La llegada del Covid-19 al Perú es un fenómeno prácticamente sin precedentes y ha tenido un tremendo impacto a todo nivel. Si a algún hecho que nuestra sociedad haya vivido en las últimas décadas puede asemejarse, es a la crisis de principios de los años noventa del siglo pasado, en que a una terrible crisis económica, incluida hiperinflación y los traumáticos impactos de las políticas de estabilización y ajuste estructural entonces aplicadas, se le sumó la violencia terrorista y la epidemia del cólera.
Ahora, por primera vez en la historia moderna de la que se tiene recuerdo, el país ha estado paralizado por 10 semanas (y al parecer continuará por al menos 5 semanas más), con un aparato económico que, según los diversos estimados existentes, funcionó en un 40%-45%, en tanto la vida social se redujo en lo fundamental a los intercambios familiares dentro del hogar o a través de medios virtuales.
La paralización ha “congelado” momentáneamente, muchos procesos sociales y políticos en curso, entre los que cabe señalar a uno que es el objeto de reflexión del presente artículo: la conflictividad social del país.
La conflictividad social pre-cuarentena
Para aproximarnos al fenómeno, hay que revisar el reporte N° 192 de conflictos sociales de la Defensoría del Pueblo, correspondiente a febrero del presente año, mes inmediatamente anterior al establecimiento de la cuarentena. Este informe registró un total de 188 conflictos, 137 de los cuales considera como “activos” (un 72.8% del total). A lo largo del 2019, en términos cuantitativos, la conflictividad recogida en los reportes del citado organismo, reflejaron un período de baja (febrero-junio) y un período moderadamente ascendente en la segunda mitad del año, que se extiende hasta febrero del 2020, siendo imposible predecir lo que pasará en el resto del año.
El 68.1% de los conflictos registrados en febrero del 2020 (128), fueron considerados de carácter “socioambiental”, seguidos muy de lejos por 14 denominados “asuntos de gobierno nacional” (7.4%), 10 de gobierno local, y otro tanto de gobierno regional y comunal (5.3% cada uno de los tres).
Los conflictos socioambientales corresponden en su gran mayoría (64%) a los producidos en la actividad minera (82 en total), en hidrocarburos (22 y 17%, respectivamente) y otras 5 actividades (24 y 19%). En relación al total nacional, los conflictos mineros continúan siendo los de mayor importancia relativa (43.6%).
En cuanto a la distribución territorial, los departamentos de Ancash (20), Cusco (19, Loreto (18), Puno (154), Apurímac (13) y Cajamarca (11) son los que registraron el mayor número de conflictos del mes, representando el 56% del total nacional. Esta distribución ha sido relativamente similar a lo largo del año 2019.
Se tiene entonces un panorama relativamente conocido: una conflictividad centrada en la actividad minera y de hidrocarburos, especialmente en departamentos de la sierra y en uno de la Amazonía.
Las cifras citadas se repiten se repiten en lo sustancial en los reportes 193 y 194, correspondientes a los meses de marzo y abril, lo que además de las dificultades de relevar información en plena cuarentena, mostrarían sobre todo que no ha habido mayores cambios en la dinámica de los conflictos ya existentes.
La conflictividad social post-cuarentena: escenarios probables
Como es obvio, la paralización de la conflictividad social vigente a marzo por efectos de la cuarentena decretada, no significa su desaparición. La reanudación paulatina de la vida social y económica implicará que los conflictos vuelvan a manifestarse, aun cuando no es posible prever el grado en que esto ocurrirá, los avances o retrocesos que se producirán en cada uno de los casos, la disposición al diálogo y al logro de acuerdos, o las movilizaciones y presiones de los actores que buscan defender sus demandas. Es probable que algunos conflictos puedan quedar “congelados” por un tiempo indeterminado, en tanto otros se reactivarán con igual o mayor intensidad que en el período pre-cuarentena.
A lo anterior, hay que sumar también el más que probable desencadenamiento de nuevos conflictos, no sólo por efectos de la dinámica social de “tiempos normales”, sino también por efectos de la pandemia, y especialmente de la cuarentena. En este sentido, el impacto económico de la crisis, al provocar una fuerte reducción del PBI (los cálculos oscilan entre -5% y -20%) para este año, causará una caída importante del empleo y los ingresos de la población y, consecuentemente, un incremento de la pobreza.
El impacto negativo de la recesión afectará también al Estado, lo que a su vez, golpeará más a la población. Así, la caída de la recaudación fiscal por efecto de la recesión, podría obligar a efectuar recortes en el gasto público, tanto del gobierno nacional como de los gobiernos subnacionales, postergando o cancelando inversiones, agravando el desempleo y los problemas en la provisión de servicios. Es seguro que el desempleo, el recorte de inversiones públicas y la pobreza afectarán de manera diferenciada en el país, en función de los sectores económicos y las características de los territorios existentes.
En los meses siguientes, esta situación se traducirá en tensiones, demandas y conflictos y, a los casos pre-existentes, habrá que sumar nuevos conflictos impensables hasta hace pocas semanas. Aquí se abren escenarios que es indispensable considerar.
Así, un primer escenario a tener en cuenta es el sector urbano, fuertemente impactado por la abrupta suspensión de actividades, especialmente los trabajadores informales que, como se sabe, constituyen entre el 70%-75% de la fuerza laboral del país. Por ello, no es aventurado prever un aumento de las tensiones sociales en Lima y las principales ciudades del país, aunque desde luego ello no implique un aumento automático de los conflictos. Esto puede ocurrir sobre todo entre los segmentos de población que cuentan con organizaciones y liderazgos con capacidad de convocatoria y movilización. Sin embargo, no hay que descartar estallidos espontáneos en sectores no organizados, que muy bien podrían ocurrir en ciertos barrios de Lima y otras ciudades; ni que la crisis pueda reactivar organizaciones tipo frentes de defensa en ciertas localidades.
Un segundo escenario es el sector rural. En semanas recientes, se ha sabido por ejemplo que, ante el retorno de muchos migrantes, algunos centros poblados, comunidades y distritos, ante el temor de la propagación del Covid-19, han organizado rondas y piquetes para controlar el acceso de personas a sus territorios, lo que generó tensiones locales. En los siguientes meses, especialmente luego de las cosechas, la contracción de los mercados de bienes y de trabajo, y la disminución de los ingresos familiares campesinos, pueden llevar a movilizaciones locales o regionales, impulsadas por gremios rurales que, con distintas capacidades de movilizar a la población, existen en el país. No es tampoco descartable que, en un escenario de reducción o reasignación de recursos públicos, algunos gobiernos regionales y locales afectados por tales decisiones lideren protestas en sus ámbitos.
Hay algunas regiones y localidades donde estas organizaciones son más fuertes y tienen mayor vigencia, como ocurre por ejemplo en Cajamarca (rondas campesinas) y el sur andino, sin descartar el potencial de las juntas de usuarios y otras asociaciones en los valles costeños. Sus probables demandas: compras públicas de bienes agropecuarios, mejores precios, créditos, bonos, infraestructuras y otras que responderían a necesidades sentidas entre los productores rurales.
La posibilidad de que estos conflictos rematen en movilizaciones nacionales no es desde luego descartable. Esto ya ha ocurrido en oportunidades anteriores y existen organizaciones de alcance nacional como CONVEAGRO, que puede canalizar estas demandas.
Un tercer escenario gira en torno a la actividad minera, tanto los conflictos “congelados” como también los que surjan a raíz del impacto de la crisis. Hay aquí varias probabilidades como resultado de:
1) la reducción del canon minero, que afectará negativamente el gasto público, disminuyendo los recursos de gobiernos regionales y locales para la inversión en obras a ejecutarse en sus jurisdicciones, lo que no solo contraerá empleo sino también la provisión de servicios, la construcción de infraestructura, entre otros.
2) La alta probabilidad que por efectos de la crisis, las empresas mineras disminuyan sus inversiones en políticas de responsabilidad social empresarial y contraigan la demanda a proveedores locales, afectando también al empleo local y provocando quiebras o cierre de empresas medianas y pequeñas.
3) La parálisis o disminución en el ritmo de actividades de exploración, construcción de proyectos o ampliación de operaciones de diversas compañías. En algunos casos, esto quizás contribuya a terminar o moderar algunos conflictos pero en otros, al suprimir o reducir el empleo de mano de obra local temporalmente empleada y cortar pequeñas inversiones comunitarias, podrían generar descontento y eventuales protestas.
Un cuarto escenario a tener en cuenta son los pueblos indígenas. Varios conflictos en torno a los hidrocarburos tienen a varios de estos pueblos como actores principales. Además, varias organizaciones indígenas vienen reclamando la falta de atención estatal a propósito de la propagación del Covid-19, lo que puede dar lugar a nuevas protestas y movilizaciones.
Un quinto escenario probable tiene que ver con la minería ilegal e informal; aún no está claro qué es lo que ha pasado en las zonas donde se efectúan estas actividades (Puno, Madre de Dios, Ayacucho). Una posibilidad es que quienes la practican, usualmente ligados a entornos rurales, regresen a la producción agropecuaria o al pequeño comercio, sin movilizarse por reclamos específicos del sector. La otra es que, ante problemas derivados de las restricciones de la emergencia a sus operaciones, se movilicen.
Existe un probable sexto escenario de conflictos con los productores cocaleros; han sido afectados por la cuarentena por la reducción del precio de la hoja de coca y el riesgo de que la pandemia se propague en sus ámbitos los tiene en estado de alerta, a aquellos que no han migrado a sus comunidades de origen. Aunque de momento el panorama tampoco parece estar claro.
El reto que se viene
Todo esto constituye un gran desafío para los organismos estatales especializados en el abordaje de los conflictos, tanto para prevenirlos oportunamente y evitar o reducir los estallidos, como para establecer diálogos y negociaciones efectivas con soluciones sostenibles cuando sean necesarias. La experiencia de estos años muestra que las intervenciones tardías, sectoriales, fragmentadas y discontinuas para tratar los conflictos no garantizan soluciones adecuadas y duraderas. Superar esto requiere una reforma institucional que permita articular el trabajo del estado en labores de prevención estratégica orientadas por una política pública integral y común, pero la velocidad de cambio en el Estado es poco compatible con la de los procesos sociales, de modo que aún bajo los marcos existentes, hay que trabajar con creatividad y capacidad para adelantarse a los acontecimientos. Estando en tiempos caracterizados por una “nueva normalidad”, los problemas no se pueden seguir afrontando con estilos y rutinas de la “vieja normalidad”.
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