“A partir del 1 de enero de 2023 voy a gobernar para los 215 millones de brasileños, no solo para los que me votaron”, prometió, sabiendo que no va a ser fácil hacerlo con un Congreso en manos de la derecha y con la casta militar que cogobernó con Bolsonaro.
Por Aram Aharonian
Pressenza, 1 de enero, 2023.- Luiz Inácio Lula da Silva volvió a la Presidencia tras haber derrotado a Jair Bolsonaro por un escaso margen. Si bien el otrora obrero metalúrgico logró salir de la prisión y regresar al poder articulando una amplia alianza democrática de centroderecha a centroizquierda, el bolsonarismo mostró resiliencia como expresión de una parte importante de la sociedad brasileña.
“A partir del 1 de enero de 2023 voy a gobernar para los 215 millones de brasileños, no solo para los que me votaron”, prometió, sabiendo que no va a ser fácil hacerlo con un Congreso en manos de la derecha y con la casta militar que cogobernó con Bolsonaro.
Los analistas señalan que el bolsonarismo sobrevivirá como una oposición fuerte, incluso porque eligió muchos senadores y diputados fieles y cuenta (por ahora) con el aval de los mandos castrenses.
El imaginario alimentado por una memoria sesgada del poder militar de 1964 a 1985, época del “milagro brasileño” de crecimiento económico cercano a 10 % al año y rápida expansión de la clase media urbana, ya perdió su combustible y la confianza en los militares cayó de 39 % en 2019 a 30 % en 2022.
Las protestas golpistas crecen en rechazo popular, tras el bloqueo en noviembre de carreteras y el terror por el incendio por autobuses y automóviles en la noche del 12 de diciembre en Brasilia. Los campamentos bolsonaristas delante de los cuarteles siguen desde el inicio de noviembre pidiendo un golpe militar que impida la asunción de Lula.
Desmantelar el Estado brasileño fue la tarea de Jair Bolsonaro. Su política fue una acción permanente contra el Estado, al subvertir su carácter laico y someter a sus propósitos instituciones estatales que, en muchos casos, pasaron a actuar en contra de sus misiones originales, como la Fundación Nacional del Indio (de valorización de la cultura afrobrasileña), además de buena parte de los órganos ambientales y culturales.
Decir que Brasil salió de las urnas como un país dividido es un eufemismo: está prácticamente partido en dos. Lula obtuvo 60,3 millones de votos en la segunda vuelta frente a los 58,2 millones de Bolsonaro. Una diferencia mínima (50,9% frente a 49,1% de los votos válidos) sobre los 124 millones de votantes. Unos 32 millones de brasileños −20,5% de los con derecho a voto− no acudieron a las urnas aunque el voto es obligatorio y los índices de abstención eran tradicionalmente bajos.
Sin dudas, el Brasil que sale de la elecciones no tiene buena cara y el error mayor del nuevo gobierno de Lula sería pensar que el país y la sociedad son las mismas que hace dos décadas y se olvidara, como en los tres gobiernos anteriores del Partido de los Trabajadores (PT) de que la inclusión económica no significa necesariamente inclusión social.
El filósofo y politólogo Gilberto Carvalho, fundador del PT y enlace entre los movimientos sociales y la sociedad civil organizada durante los gobiernos de Lula y Dilma Rousseff, recordó que “El gobierno de Lula fue un gobierno poroso, que se abrió a la sociedad, pero la participación social fue limitada porque sirvió a una sociedad elitista, organizada, con conciencia y experiencia organizativa.
No somos capaces de dialogar con la gran masa, admitió Carvalho, y como explicación señaló que las protestas de 2013 y “la ausencia de gente para defender nuestro proyecto frente al juicio político” a Dilma Rousseff, demuestran “que la inclusión fue económica, bien hecha, meritoria, pero no hubo inclusión ciudadana”, dice.
En sus dos primeros mandatos (2003-2010), Lula promovió una serie de programas sociales asistenciales para mejorar las condiciones materiales de vida de los sectores más pobres, pero nunca atacó las raíces estructurales de la profunda desigualdad del país. El «lulismo», como lo define el politólogo André Singer, fue una forma de reformismo débil y de conciliación permanente con las elites políticas y económicas tradicionales.
No hay que olvidar que, los gobiernos encabezados por el PT promulgaron importantes reformas que, por primera vez, dieron acceso a la educación superior a millones de mujeres y varones jóvenes de las periferias, la mayoría afrodescendientes. Casi todos ellos fueron los primeros de sus familias en poder ir a la universidad y en soñar con el ascenso social.
Esta «nueva clase media» tuvo por unos años, un acceso a bienes de consumo que antes era impensable, hasta que la gran recesión durante el gobierno de Dilma Rousseff (2015), que profundizara el golpista de Michel Temer (2016-2018) y luego el gobierno de Bolsonaro, decenas de millones de brasileños fueron sumergidos otra vez por debajo de la línea de pobreza.
Quizá a la dirigencia petista les parezca ridículas las protestas de los bolsonaristas tras las elecciones, denunciando “fraude”, pero esa es una señal de lo que vendrá con Lula en el gobierno. El aún presidente Jair Bolsonaro se presenta como un líder popular de derecha, algo novedoso en las últimas décadas en Brasil. Más allá de los adjetivos que le quieran sumar, es un líder de la ultraderecha, que es popular, con lenguaje popular, con costumbres populares.
Carvalho, director de la Escuela Nacional de Formación del PT, señala que el partido envejeció y perdió contacto con las periferias hoy “ocupadas por el narcotráfico, las milicias y los neopentecostales”. No es el mismo Brasil de principios de siglo: el movimiento sindical fuerte en aquel entonces, desde el ABC paulista, del contrato formal, ya no existe. Hoy es el mundo de la informalidad, del salto de la manipulación comunicacional que trajo Internet.
¿Han pensado los intelectuales del PT cómo garantizar la participación popular y cómo se debe dialogar con el otro polo? Durante demasiados años los militantes –sobre todo los intelectuales- lulistas se dedicaron a hablar entre ellos, en la burbuja, y creen que eso se llama diálogo social.
El desafío es repensar el concepto de participación, ampliándolo más allá de la élite, la sociedad organizada, las organizaciones, las ONGs… para dialogar con la masa, muchísimo más numerosa, que quizá no tiene cultura de participación pero que siempre (e históricamente) se organiza de alguna manera, como la juventud que se sumó a la campaña, pese a la resistencia de los viejos cuadros.
Los análisis más profundos señalan que la dirigencia del PT debiera encontrar la forma de comunicarse con los evangélicos, porque la realidad es que aquella periferia que era ocupada por las comunidades eclesiales de base ni por las Pastorales católicas (progresista en aquel Brasil de principios de siglo) sino por los neopentecostales, el narcotráfico y las milicias. Ya no es el mundo laboral del ABC paulista, del movimiento sindical, del contrato formal, es el mundo de la informalidad, de este salto comunicativo que ha traído Internet. Es otro Brasil.
Cuando el PT era gobierno, los evangélicos estaban interesados en tener relaciones y cuando cayó, voltearon al otro lado. La realidad es que nadie en el PT se preocupó por mantener contactos sólidos con las bases. De los 20 mil candidatos a concejales en 2020 dos mil eran evangélicos.
Los movimientos sociales, como el Movimiento de Afectados por las Represas (MAB) y el Movimiento de los Trabajadores sin Tierra (MST) surgieron y fueron estimulados por la labor de base de la Iglesia católica progresista. Pero el Papa Juan Pablo II hizo el trato con el presidente estadounidense Ronald Reagan para perseguir a la Teología de la Liberación, cortando una fuente de movimientos sociales en toda América Latina y al mismo tiempo enviaron neopentecostales a la región.
Pero tampoco sería la primera vez que las elites –preocupadas por no perder sus posiciones- desperdicien esa energía transformadora, desdeñen sus ideas y propuestas, aun sabiendo que el futuro es de ellos.
Es con esos millones de bolsonaristas y/o derechistas, especialmente con los evangélicos, que el lulismo debe aprender a dialogar, pese a que durante la campaña, Lula se resistiera a la idea de que tenía que comunicarse específicamente con este grupo. Hasta que al final de la segunda vuelta, el PT lanzó la carta a los evangélicos, pero con la resistencia de Lula.
Carvalho habla de crear muchas células, en cada barrios, que busquen reorganizar a la población, como ante lo hicieran las comunidades eclesiásticas de base, esta vez sin carácter religioso. Se trata de crear un ambiente familiar en pequeños grupos para mirar y analizar la realidad, en el viejo método de Paulo Freire: la educación desde la lucha y la vida política.
Que estos comités se articulen realmente con la sociedad organizada depende de la habilidad de meterse en la cultura popular para buscar la forma de seducir, atraer y organizar a esta juventud y a toda esta gente que no se adapta a la forma tradicional de hacer política del PT.
La dirigencia lulista aún no ha discutido la perentoria necesidad de una política comunicacional y quizá, como antes, la deje en manos de la gente de O Globo. Sin comunicación propia, el gobierno y el país quedan a merced del terrorismo de los medios hegemónicos (trasnacionales y nacionales) y no se podrá llevar a cabo una educación popular masiva.
La lucha comunicacional bien podría estar en manos de universitarios, en un proyecto para combatir el analfabetismo y el analfabetismo funcional, montando brigadas de trabajo en las periferias. Esa también es una forma de hacer política.
La lucha comunicacional comienza por no enredarse con el léxico neoliberal. “Nuevo laberinto fiscal”, “la proporción deuda/PIB”, “ganar confianza del mercado” y otros términos supuestamente científicos no son más que argucias liberales para quitar la inversión pública y el desarrollo para favorecer del mundo financiero. El problema radica en que los sectores progresistas los toman como nuevos paradigmas económicos.
Si los brasileños más pobres tuvieron la ilusión de cambiar de clase social durante los dos gobiernos de Lula y el primer mandato de Dilma Rousseff, sus condiciones de vida reales no se modificaron. El asistencialismo poco cambió en las interminables periferias de las grandes ciudades, sin transporte público de calidad, sin educación, sin sanidad, sin lugares de encuentro y de oferta cultural.
Con ello se alimentó la frustración, abriendo el camino para las iglesias pentecostales, que saben operar como espacios comunitarios en contextos de elevada precariedad social, ofreciendo una red de apoyo mutuo y de socialización que el Estado no brinda y exigen, a cambio, el respeto de una serie de comportamientos profundamente conservadores, además del pago del diezmo, el 10% de todo lo que ganan los fieles.
Lamentablemente, los sectores más duros de la Iglesia católica aprovecharon este discurso para impulsar una agenda de valores cada vez más conservadora, empezando por una férrea oposición al aborto. Al auge del populismo autoritario, ahora llaman a protagonizar el contragolpe cultural.
La candidata más votada entre quienes no pasaron a la segunda vuelta, Simone Tebet, que había recibido 4,9 millones de votos, quedó fuera del gabinete de Lula, por egoísmos partidarios según Forum21. Al igual que Marina Silva, la ecologista y pedagoga brasileña.
Ni el tiro del final le salió a Bolsonaro. La selección de fútbol volvió en silencio tras su estrepitoso fracaso en Catar, con un alicaído Neymar, que había anunciado su apoyo al ultraderechista. Lula sostuvo que Neymar apoyó a Bolsonaro porque “tiene miedo” que con el cambio de gobierno salga a la luz el tema de su evasión millonaria de impuestos que su padre negocia con Paulo Guedes, el ministro de Economía…
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