Por José Luis Aliaga Pereira*
El primer texto que escribí y salió publicado en la revista de mi pueblo se tituló "La escapada del Taita Ishico". Lo firmé con el seudónimo de Palujo. Mucho antes de esa publicación ya garabateaba cuentos y relatos en cartas o misivas a familiares y amigos; la nostalgia, el recuerdo de la tierra que me vio nacer fue el tema principal que revoloteaba en mi mente y garabateaba mi pluma. Jamás escribí por encargo, ni tampoco lo hago. Las palabras, los textos brotan, hasta podría decir, insurgentes, como el agua cristalina, que nace del vientre de la tierra, de la Mamapacha. Para algunos no serán grandes estas noticias; para mí es todo lo contrario y, mucho más, si lo haces con profundidad humana.
Caminando con amor
ES MÁS HERMOSO CAMINAR por nuestro pueblo sin el bullicio de su fiesta. Disfrutar de sus mañanas que despiertan perezosas, cuando aún la oscuridad se desvanece con desgano. Sentir el aroma de los bosques y la tibieza de un sol que aparece lento, con la cara de un niño alegre. ¡Nunca, nunca, cambiaría el silencio y soledad de sus paisajes, por ningún encanto del mundo!
Contemplar, desde la Plaza de Armas, el imponente Huishquimuna con su cruz y las nubes que navegan en un cielo de azul incomparable. Detenerse en la tienda de “Toico”, para conversar, hasta hartarse, con los parroquianos. Observar más abajo, en una casita de pequeñas puertas, al viejo Arcadio, mirando, como hipnotizado, los deslenguados zapatos a medio componer que él mismo abandonó cuando sus familiares llegaron de Lima para la fiesta.
El autor con "Toyco", el dueño de la bodega en la que todos se detienen a conversar.
-“La vida continúa”—, lo escucharás decir, si tienes paciencia, mientras destapa un frasco donde guarda las tachuelas y los clavos; y sin levantar la cabeza, reniega de los limeños porque, según él, ya no usan taco de jebe ni media suela de cuero.
-“Todo cambia”—, agregará el viejo a quien sea el interlocutor de turno, dando con el martillo un golpe seco en la tachuela, ajustando perfectamente el taco de llanta con el resto del zapato. Después, si avanzas por la principal calle del barrio Minopampa, te sorprendes a la altura de la oficina del Juez de Paz, al oír las discusiones acaloradas de los demandantes que vociferan, defendiendo sus causas, sin disimulo; por ejemplo, esta vez, la señora Lucrecia reclama la cría macho de la chancha negra, propiedad de su vecina, porque su chancho es el padre, y así se acostumbra en el pueblo.
Doña Marcela Zegarra, la vecina, se niega a entregar la cría ya que no hay pruebas de tal paternidad.
El Juez de Paz las escucha por más de dos horas y al ver que no se ponen de acuerdo, dando un palmazo en la mesa, les dice: —Bueno, bueno, no hay más que acudir a la ciencia.
El Juez habla del ADN. Trata de explicar el significado de estas siglas; pero, en lugar de solucionar el problema, confunde más a las señoras. Cansado, dicta sentencia:
—¡Las señoras cancelarán, la suma de quinientos dólares, para realizar la prueba del ADN a sus puercos!
—¿Qué sabes tú de ciencia, so pela gatos? —grita doña Marcela, y agrega mirando a la denunciante: —¡Vamos por tu chancho! ¡Pero eso sí, de ahora en adelante te harás cargo de la manutención de sus dos hermanos, porque padre es padre!
Al otro lado del pueblo, con su cana cabellera y descolorida falda, te apenará escuchar a doña Dorila, hablar sola, respondiéndose a sus propios pensamientos:
La señora, a pesar de su avanzada edad, de su precaria economía y del abandono en el que terminaron sus días, era muy optimista. Si la sequía azotaba el distrito, ella esperaba el aguacero con increíble seguridad.
—Pronto lloverá y todo será diferente —repetía.
"Era costumbre verla sonreír, cuando todos los años anunciaba a sus vecinos la llegada de su hijo mayor, el que viajó a la capital y nunca más la regresó. Bastaba conversar con ella dos minutos para verla deshacerse en recuerdos del hijo ingrato, para ella, el más trabajador, respetuoso y hasta el más simpático de todos".
—Pronto volverá y todo será diferente.
Doña Dorila esperó a su hijo sin creer en su ingratitud. “Los hijos son como los brazos al cuerpo, no se pueden desprender de él”, fueron sus últimas palabras.
Pero me encantaría caminar por el pueblo, como si el tiempo del mundo me perteneciera, como lo hace Francisca. Permanecer igual que ella, con el pelo revuelto y la chompa al revés; reír con su sonrisa inocente y tierna, encuéntreme donde me encuentre, ya entre sacos y corbatas, en plena misa del patrón, o cocinando cualquier cosa, como ella, en el fogón de su casa, con la cara y manos tiznadas.
¡Qué bien me siento en mi pueblo, sin la alharaca de las fiestas! Cuando, al caminar por sus calles, la gente se alegra y cuenta, con sinceridad, de su vida. Aunque, luego, al llegar la última tarde, cuando el vino acaba y la noche testigo de mi canción y mi llanto me sienta triste, me refugie, para ocultar mi pena, en la palabra volver, así el camino de regreso sea largo y difícilmente encuentre a los que hoy recuerdo con tanto amor.
Con Carlos Antero y Moisés, mis compañeros del colegio San José de Sucre.
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* José Luis Aliaga Pereira (1959) nació en Sucre, provincia de Celendín, región Cajamarca, y escribe con el seudónimo literario Palujo. Tiene publicados un libro de cuentos titulado «Grama Arisca» y «El milagroso Taita Ishico» (cuento largo). Fue coautor con Olindo Aliaga, un historiador sucreño de Celendin, del vocero Karuacushma. También es uno de los editores de las revistas Fuscán y Resistencia Celendina. Prepara su segundo libro titulado: «Amagos de amor y de lucha».
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