El cazador de viudas, cuento inédito de Aliaga Pereira

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Servindi, 20 de febrero, 2022.- Este fin de semana compartimos "El cazador de viudas", un relato inédito escrito por nuestro colaborador José Luis Aliaga Pereyra que además de recoger un suceso popular tiene la virtud de explicar qué son y cómo funcionan las rondas campesinas.

Como nos lo indica el autor, el relato fue escuchado en un velorio al cual asistió personalmente en el caserío Las tres Zanjas, en la provincia de Celendín, región Cajamarca.

Esperamos que este relato sea del disfrute de nuestra lectoría que semana a semana tiene la oportunidad de acceder a un texto de la narrativa popular cajamarquina, como una pequeña pausa al acontecer noticioso.
 

Sepelio  de Máximo Casahuamán Cortez  "el ronderito valiente" en Celendín, Cajamarca. Foto de José Luis Aliaga Pereira.

El cazador de viudas

Por José Luis Aliaga Pereira*

El cielo se ha puesto triste y amenaza con llorar; la neblina ha pintado de blanco el verde esperanza de las Tres Zanjas. Don Ismael Mendoza de seguro había imaginado su sepelio mucho antes de estar allí, en ese ataúd color caoba en el que, hace tres días, lo colocaron luego que regresara de Lima donde los galenos no lo pudieron salvar del mal que lo aquejaba: el cáncer.

Sus familiares más cercanos entran y salen somnolientos, miran a todos y a todas partes, azareados, desconcertados, como si en cada cara quisieran encontrar al que tanto buscan y ya no está; toda una pesadilla de la que les es imposible escapar. Amigos y vecinos que los acompañan, por el momento, cubren el vacío que dejó el viejo cuya imagen algunos solo recuerdan y otros dicen que lo siguen viendo, en especial el hijo que todo el tiempo vivió con él; porque el otro, el policía, el que llegó apurado desde muy lejos, el que posaba sonriente para las fotografías frente al féretro, parecía más preocupado en las propiedades que dejó.

Don Ismael ha muerto para siempre, no caminará más por estos campos, ni su ¡tesa!, ¡tesa!, ¡toro! se escuchará ya en la siembra de maíz, allá, abajo, a más de quinientos metros de la casa donde anochecía y amanecía haciendo sonar su poro… ¡toc!, ¡toc! ¡toc!, y espantando los pájaros: ¡usha! ¡usha! ¡usha!

Tuvo que haber imaginado su entierro porque: “Matan el toro bayo —le había ordenado con mucha seguridad a Reynerio, su hijo mayor—, y le dan harto, harto aguardiente a tuel que llega”.

—No hables tonteras papá —le contestó Reynerio, tomando medio en serio las palabras de su padre.

Cumplieron su deseo. Y fue cargado en hombros por todos sus familiares, amigos y vecinos. Lo bajaron sin lluvia, como premonitoriamente se había visionado cierta tarde, sentado a medio lado, al borde de la pirca de piedra de su casa de adobes y tejas rojas. Lo que nunca se le ocurrió al finado fue la nefasta presencia de “El cazador de viudas” que el mismo contaba, entre coca, poro, cal y cigarro para hacer reír a sus amigos: “Es un flacuchento", decía. "Viste de negro y ronda, como gallinazo, hospitales, velatorios y camposantos en búsqueda de viudas frescas". "Cuando lo conocí, parecía un hombre sano y bueno —decía el viejo—; hasta la cara le ayudaba. Después, cuando ya agarraba confianza, aparecía con la viuda; bueno fuera que éste lo sostuviera del brazo; todo lo contrario, la viuda andaba prendida de él como poroporo a eucalipto, porque era alto el desgraciado; así como yo”. Don Ismael terminaba su relato con tres sonoros y separados ¡jo!, ¡jo!, ¡jo!; reía como si le hubiese gustado el hecho y estiraba el cuello, moviendo la cabeza hacía atrás y caminando dos o tres pasos imitando así al “Cazador de viudas”. Pero, a estas alturas, ¿qué le importará eso a don Ismael que ya descansa a tres metros bajo tierra?

—Toda una desgracia, carajo —dijo el primo hermano del difunto, con parecida edad a éste, lanzando un escupitajo tras cruzar el umbral de la puerta del cementerio y mirando de reojo al que decían era el “Cazador de viudas”—. Solo nos lleva la delantera, algún día nos tocará, de eso no cabe la menor duda —lo dijo fuerte, levantando la voz, como queriendo hacerse oír por todos—. Por eso hay que vivir cada día como si fuera el último; porque, ¡ahora!, no solo miran el dinero que con tanto sacrificio lo ganaste; ahora —repitió—, ¡ni tu mujer se salva!

El sospechoso de ser el “Cazador de viudas” era un hombre alto y delgado que usaba lentes oscuros y que llegó vestido de riguroso luto, con sombrero negro incluido. Nadie lo conocía. Basaban sus sospechas en las palabras del viejo Ismael que lo había descrito, para ellos, claro, tan claro, que decidieron intervenirlo.

Bastaron tres silbidos y cuchicheos de oreja en oreja y el hombre de negro de pronto se vio rodeado de seis fornidos ronderos y una rondera también de contextura gruesa.

—Amigo —le dijo la rondera al sospechoso—. ¿Nos puedes acompañar un momento?

—¿Yo? ¿Por qué? —respondió el enlutado y engarzado hombre.

La rondera le señaló el camino. El supuesto "cazador de viudas", se dio cuenta que lo estaban esperando cinco ronderos, cuando lo hicieron sentar en una silla, al fondo del cuarto de la casa de reciente construcción hecha completamente de tapial, frente a una mesa, al costado de una silla tosca de madera.

—Porque eres nuevo, nadie te conoce y porque aquí estás en territorio rondero. ¿Acaso no leíste el letrero? —la rondera recién contestó a su pregunta cuando el sospechoso ingresaba al cuarto.

—Yo no he cometido ningún delito. Estoy acá como cualquier hombre libre, de fe, que cree en la resurrección y en todo lo que significa ser buen cristiano.

Los ronderos son bien cautos en su accionar; todo esto lo realizaron sin que la gente que asistió al sepelio se diera cuenta de lo que estaba pasando. El hijo mayor del difunto fue quien les había solicitado su intervención ya que advirtió que ese hombre, al que su padre tantas veces había descrito, era el “Cazador de viudas".

—Encima usted viene a darse de cristiano —le dijo el rondero que estaba al mando del grupo—. Acá no nos va a venir a cojudear. ¿Qué o quién lua traído por estas tierras?

—Ya le dije, mi vocación de buen cristiano. Nada más.

—¿Usted cree que somos tontos? ¿Vamos a creer que va a pagar un taxi desde Celendín hasta este lugar porque es usted buen cristiano?

—Así es, aunque dude de mi palabra.

El rondero salió a la puerta de la casa rondera y conversó con el hijo de don Ismael Mendoza quien había llegado montado en un hermoso potro alazán bien enjaezado.

 —Parece decir la verdad —dijo el rondero.

—¿Tú le crees hermano? Desa laya de gente ya nuay. No seas inocente. ¡Déjame que lo interrogue yo!

El hijo del difunto, Reinerio, que estaba muy preocupado por saber la verdad del hombre vestido de negro quien, sin que nadie se diera cuenta, había asistido al sepelio; por lo que contó con lujo de detalles lo que les había explicado su padre.

—Claro que es medio raro este sujeto. Pero ha caminado por donde el tránsito es libre. No ha ingresado a propiedad privada, ni ha faltado el respeto a nadie.

— Yo tengo, en mi celular, grabadas las fotografías en las que puedes ver cómo, desde lejos, mira a mi madre. Tan igual como describiera mi padre. Este es el cazador. ¡Déjame hablar con él!

El rondero, luego de mirar las fotografías, ingresó al cuarto.

—Usted sabe lo que significa la justicia rondera. Es preferible que diga la verdad y no le pasará nada —el rondero dijo esto mientras golpeaba su mano izquierda con la binza que sostenía en su mano derecha.

El hombre de luto no se asustaba, parecía conocer de estos tratos.

—Le he dicho la verdad yo no he venido a hacer mal a nadies.

—Pero, ¿quién le va a creer eso? Ni usted mismo se lo cree.

—Señor, lo que he dicho es verdad. Mi persona quiere lo mejor para esta y todas las comunidades que visito. Si ustedes no me hubieran retenido, a esta hora ya estaría de regreso en mi casa. ¿De qué se me acusa?

El rondero salió sin responder al sospechoso.

—Es una tontería acusarlo de cazador de viudas —explicó el rondero al denunciante—. Creo que hemos sido muy tontos al escucharte.

—Lo que pasa que este fulano quiere una ajustadita. Es fácil hacerlo hablar. ¡Déjamelo! —exigió Raimundo—. ¿Tu crees que alguien venga a un velorio sin ser invitado y a donde nadie lo conoce?

—En eso tienes razón —aceptó el rondero —. Pero no ha cometido delito alguno.

—Tres pencazos no matan a nadie, esa es nuestra costumbre. ¿Por qué no le das y verás como canta?

—Tú sabes, Reynerio, si quieres justicia, eso haremos; pero frente al pueblo, frente a nuestra comunidad. Todos tienen que saber esto.

El rondero y Reynerio se pusieron de acuerdo y ambos ingresaron al cuarto para hablar con el hombre de negro.

— El señor es el denunciante —habló el rondero señalando a Reynerio —. Y vamos a proceder según nuestras costumbres. Si usted miente, está a tiempo para arrepentirse.

—No señor, proceda como tenga que ser, yo nunca miento.

Raimundo y el hombre de negro cruzaron miradas. Al salir, el primero, le dijo al rondero:

—Es raro este hombre. Me parece conocido.

—Míralo bien, puede ser que recuerdes algo. Es mejor aclarar todo antes de reunir a la comunidad. Mañana tienen que trabajar en sus chacras.

—No —dijo Reynerio—. Que se aclare todo frente a la comunidad. Mi padre estará mirando desde el cielo.

Entonces, sonaron las campanas de la capilla del lugar y, uno a uno, comenzaron a llegar campesinos y campesinas. Cada miembro de familia llegaba cargando una silla. Algunos acudían con bancas livianas de madera y alfombras tejidas con lana de oveja y también con cueros secos de la piel de este animalito que colocaban sobre el lugar en el que la comunidad ha planificado construir un parque.

Fue en la futura plazuelita de la comunidad en la que se realizó la Asamblea Comunal. Los ronderos que pertenecían al grupo de "los disciplinas” ordenaron a los comuneros en un pequeño círculo. Solo el murmullo de la gente al trasladarse rompía el silencio que reinaba en el parque.

Se instaló una mesa y, detrás, varias sillas en las que se acomodaron el presidente de Ronda, el vicepresidente, el secretario de actas y demás miembros y autoridades del pueblo.

El llamado "Cazador de viudas" ingresó despacio, tomado del brazo de una rondera quien lo condujo hasta el mismo centro del parque, como si se tratara de un ciego.

Mientras el secretario ordenaba sus papeles para iniciar la escritura del acta respectiva, los "disciplinas", movían las binzas hechas de "pinchos de toro", especie de látigos con las que ejercían la justicia consuetudinaria.

—Tengan muy buenas noches todos ustedes —saludó el presidente de Rondas—. En primer lugar, agradezco a Dios por darnos la vida y poder así estar presente. En esta oportunidad nos trae la preocupación por la presencia de un extraño en nuestra comunidad. Hemos tratado de hablar con él, pero se niega a responder. Ustedes saben, y esto que lo entienda también el extraño, que nuestras rondas nos han dado y dan beneficios; por ello todos la defendemos. La ronda nos ha traído paz y tranquilidad. No tenemos ladrones. Por lo tanto, no vamos a permitir que alguien que no responda a nuestras preguntas y, peor, se burle de nuestras autoridades, venga, se pasee como si fuera su casa y que nos diga que solo lo hace porque le gusta visitar las comunidades. ¿Le creemos?

—¡Noo! —el grito salió instantáneo y lo pronunciaron en especial las mujeres que son las que se quedan en casa, mientras sus compañeros salen a laborar en la siembra, cosecha o en el cuidado del ganado.

Tres ronderos del grupo de "disciplinas", se acercaron al hombre de luto riguroso.

—¡Camina! —le ordenaron con voz firme—. ¡Colócate frente a la mesa!

Una tenue luz eléctrica que provenía de los focos colocados en cuatro postes de madera ubicados en las esquinas de la plaza, no ayudaba mucho en ver el rostro del individuo.

Ya, cuando está más cerca, el presidente de Ronda, que continuaba de pie, le dijo:

—La comunidad en pleno lo escucha. Usted ha caminado por nuestras calles y colinas, ha almorzado junto a todos en la casa del difunto, acompañó también al sepelio. Nos puede decir ¿quién le invitó o a quién conoce de este lugar?

—Ya he respondido a esa pregunta.

—El pueblo lo quiere escuchar —habló el presidente de Ronda.

—Yo soy un hombre de fe y me gusta visitar a las comunidades y, mucho más, acompañar en su dolor.

—¿Quién lo trajo hasta aquí?

—Me trajo un taxi, una moto carguera que contraté para ida y vuelta.

—Que alguien vaya a comprobar eso —ordenó el presidente de Ronda y dos ronderas bajaron hasta la carretera.

Al regresar de esta comisión, las ronderas dijeron:

—Es el señor Ramiro el dueño de la moto carguera, quien lo está esperando. Dice que no lo conoce; pero, según su conversación, desde Celendín, parece que no es la primera vez que viene.

—Usted lo ha escuchado, forastero —dijo el presidente de Rondas —. ¿A quién vino a ver? ¿Conoce usted a alguien?

—No voy a responder más —el hombre de negro, habló con voz fuerte y un tanto desafiante.

El presidente de Ronda recorrió con la mirada toda la asamblea.

—Cada uno de los aquí presentes van a acercarse, en orden, hasta el forastero. Quiero que lo miren detenidamente. Tal vez alguien lo reconozca.

Así fue. Los campesinas y campesinos se acercaron donde el individuo de negro. Todos respondían: ¡No lo he visto! ¡No lo conozco!

Entonces, cuando el último comunero dio su respuesta, el presidente de ronda campesina dijo:

—¿Qué les parece, señores y señoras? Quiero sus opiniones.

Alzaron la mano tres de los aproximadamente cincuenta ciudadanos que formaban un círculo alrededor del individuo de riguroso luto.

—Primero el Teniente Gobernador —dijo el Presidente de Ronda.

—Soy de la idea —manifestó el Teniente Gobernador — de que se le advierta, si no responde a las preguntas, se le den tres chicotazos.

Los otros comuneros también dijeron lo mismo.

—Usted ha escuchado. Es la opinión de la gente —dijo el presidente de rondas—. Levanten la mano los que están de acuerdo.

La comunidad entera levantó la mano.

Tres mujeres ronderas fueron las escogidas para azotar al forastero; mientras dos "disciplinas" lo acomodaban en una banca, de cubito ventral.

—Antes de azotarlo quiero que sustentes tu acusación —le dijo el presidente de rondas al hijo de don Ismael.

—Mi padre, el finado —dijo Reynerio señalando con su brazo por donde se ubicaba el cementerio—. Aseguró que nos cuidemos de alguien con la descripción del señor a quien estamos interrogando, porque, nos dijo, es el "cazador de viudas"; y, este señor, en el sepelio, tengo las fotos, miraba de manera sospechosa e insistente a mi señora madre. Por ello estoy de acuerdo que sea castigado hasta que diga la verdad.

—La señora Jacinta —interrumpió el presidente de ronda—. No veo a la viuda. ¿Dónde se encuentra su madre? —el presidente de rondas se dirigió a Reynerio.

—En mi casa —contestó el hijo de don Ismael—. Se encuentra descansando.

—Dos disciplinas que vayan a traerla. Ella es la única que aún no lo ha visto.

Inmediatamente, ni bien terminó de hablar el presidente de rondas, dos mujeres se levantaron de sus asientos y se dirigieron a cumplir la orden del rondero principal de la comunidad.

En esos momentos el hombre vestido de negro se puso de pie.

—Pido la palabra —dijo levantando el brazo.

Un murmullo se escuchó entre la gente.

—¡Silencio! —gritó el presidente de rondas—. El acusado tiene todo el derecho a hablar. Díganos. Hable. Lo escuchamos.

—Soy Tomas Arrascue —empezó a decir el hombre de negro—. Soy natural de Contumazá, de donde es la señora Jacinta. No quiero que la molesten. La conozco y ella también me conoce. Por favor, no la molesten. Diré la verdad.

— Continúe —dijo el presidente de rondas.

—Es una historia larga que, quizás, no me la van creer —el hombre de negro habló con la respiración acelerada—. A quien se conocía con el apodo de "cazador de viudas" era, en realidad, a don Ismael. Él se había ganado ese nombre porque a eso se dedicaba. Y, cuando huyó del pueblo, lo hizo en compañía de doña Jacinta, quien ha sido mi esposa. Huyeron los dos llevándose a Reynerio de quien soy su padre. En aquellos días estaba muy enfermo.

El murmullo de la gente se hizo mayor.

— ¡Silencio! —gritó el presidente de rondas—. ¡Escuchemos!

—He venido a este lugar en tres oportunidades.  La primera para comprobar donde había venido a vivir Jacinta y mi hijo. La segunda vez para ver en que situación económica se encontraban y, esta, es la tercera vez.

El presidente de rondas no podía creer lo que estaba escuchando. Lo mismo pasaba con la comunidad entera. La familia de don Ismael era muy respetada.

Reynerio se caminaba de un lado a otro. Esperaba la llegada de su mamá.

Al poco rato, las dos ronderas, llegaban con doña Jacinta.

El presidente de rondas explicó lo que pasaba a doña Jacinta; ésta, no lo podía creer. Se acercó al sospechoso lo miró de arriba para abajo y dijo:

—Si lo conozco. Es el padre de Reynerio.

La gente dejó de cuchichear para manifestar su sorpresa al que tenía al costado; y, otra vez, tuvo que intervenir el presidente de rondas:

—Por favor, mantener la compostura. Esto se tiene que aclarar en familia. ¡Disciplinas! ¡Pongan orden! ¡Esto se aclarará en familia!

Doña Jacinta lloraba en los brazos de Reynerio quien, abatido por las palabras de su madre, lo único que hizo es tomarla entre sus brazos.

A Tomas Arrascue lo acompañaban dos ronderas.

—Un día más —dijo el presidente de rondas—. Un increíble día más —repitió y caminó lentamente tras los pasos de doña Jacinta y su hijo.

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* José Luis Aliaga Pereira (1959) nació en Sucre, provincia de Celendín, región Cajamarca, y escribe con el seudónimo literario Palujo. Tiene publicados un libro de cuentos titulado «Grama Arisca» y «El milagroso Taita Ishico» (cuento largo). Fue coautor con Olindo Aliaga, un historiador sucreño de Celendin, del vocero Karuacushma. También es uno de los editores de las revistas Fuscán y Resistencia Celendina. Prepara su segundo libro titulado: «Amagos de amor y de lucha».

 

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