En el corazón de la Amazonía, los árboles que sustentan la vida de comunidades y ecosistemas enfrentan amenazas devastadoras como la minería ilegal y la tala extensiva de madera. Estas deben ser atendidas con urgencia desde una perspectiva intercultural.
Por Luciana Zunino
10 de setiembre, 2024.- En un contexto adverso, las voces de los pueblos indígenas claman por una acción inmediata para preservar la biodiversidad y la integridad cultural de la región Madre de Dios. A continuación una breve reflexión y llamado a la acción al respecto.
En la comunidad nativa de Boca Ishiriwe –o Agua Limpia– entre los árboles, un bebé usa una chicharra, vibrante y sonoro insecto amazónico, a modo de sonaja.
Si esos árboles se extinguen también podría decirse algo similar sobre sus habitantes, humanos y no humanos, y viceversa. Un claro ejemplo es el roedor añuje, que disemina las semillas de la castaña, fruto que conforma parte de la economía familiar amazónica.
Bosque de la comunidad nativa de Puerto Azul. Foto: Luciana Zunino
La selva es frondosa y próspera, pero las comunidades nativas no son vistas con realismo desde la ciudad, sino desde una dicha artificial, como dijo Charles Baudelaire alguna vez.
Siguiendo esa línea, para ver la dicha natural, hay que tener ante todo el valor de tragarla. Esa dicha –en ocasiones desdicha– es ante todo también para quienes tienen los ojos abiertos y la mente y los pies inquietos.
Y es que las distintas amenazas y obstáculos a los bosques y sus hijas e hijos tiñen de ambivalencias un gran collage de escenarios: En Madre de Dios, capital de la biodiversidad, la minería ilegal corrompe la moral y el paisaje. A la gente y a los ríos. Todo por el famoso y dorado oro.
¿Cuánto vale realmente el oro?
¿Vale cervezas sinfín y prostibares de niñas, jóvenes y adolescentes?
¿Vale peces con mercurio?
¿Vale pugnas sociales, trata y muerte? ¿Cuánto vale realmente el oro?
Si a esta zona ingresan también el narcotráfico, monocultivos y menonitas a sumarse a estas vejaciones creadas por la avaricia y el hambre de poder, en cinco o 10 años ya no tendremos estos bosques. Y es que esta vegetación tiene un motor y un motivo para mantenerse en pie: la vida misma.
Aquí los pueblos indígenas son defensores de esta. Por ejemplo, COHARYIMA representa a 17 comunidades de los pueblos Harakbut, Yine y Machiguenga. Personas que, en primera línea, experimentan las consecuencias del cambio climático, acelerado por las actividades mencionadas.
Unas dragas azules (maquinaria acuática para extraer oro de los sedimentos del río de manera ilegal) junto a cerros de piedras se asoman por los ríos Pukiri y Madre de Dios y nos recuerdan esto.
Minería ilegal cercana a la comunidad nativa San José de Karene. Foto: Luciana Zunino
Es importante, en este punto, no dicotomizar estos pueblos: ni con iluso romanticismo ni con ignorante desprecio, como hacen las radios controladas por la minería ilegal en centros poblados como Delta Uno. Esta impunidad es impulsada por el presidente del Congreso Eduardo Salhuana y el gobernador regional Luis Otsuka.
La degradación acelerada del estilo de vida amazónico debe frenar ya. Y para esto hace falta más que bolsos de tela, bicicletas y tomatodos, que desde nuestro privilegio parecen ser suficientes. Necesitamos más acciones, más grandes, articuladas y concretas.
Y para ello no nos sirve el conservacionismo excluyente. Un conservacionismo que se fija en el bioma, pero ignora la dimensión humana de la acción climática justa, de las infancias que juegan con chicharras como sonajas. Y para encontrar esta justicia climática, hay que escuchar e implementar los sistemas de conocimiento de las hijas e hijos del bosque.
Hay que preservar la Amazonía como patrimonio de la humanidad y la poca calma y paz que por aquí aún rondan. Tal como el aullido de un imponente kapungo, significado de una buena señal.
Aquí no existe el perro del hortelano –que no come ni deja comer–, como lamentablemente escupió Alan García en el marco del Baguazo en 2009, refiriéndose a los pueblos indígenas. Aquí la gente vive de los bosques, los protegen y luchan por mantenerlos en pie. Lo mismo ocurre con los ríos, y esto se refleja en su arte y cultura.
Mural en la comunidad machiguenga de Shipetiari. Foto: Luciana Zunino.
Hay que aprender a ver y escuchar, hay que implementar y querer conocer la cosmovisión armónica con la naturaleza, para así no perder tanto valor que está en camino a desaparecer, como el fosforescente fucsia de los pétalos de la pomarrosa, que crean una alfombra colorida e inolvidable que se graba en la memoria y en los sentidos.
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